La producción de aceite de oliva es un proceso complejo que involucra a múltiples actores desde el olivar hasta la mesa del consumidor. Esta estructura se conoce como cadena de valor, y en ella, como nos recuerda el consultor estratégico Juan Vilar, se integran distintos eslabones que aportan valor al producto final. Cada uno de estos eslabones cumple un papel fundamental, y su rentabilidad varía de manera significativa en función de factores como la oferta disponible en cada campaña. En el primer eslabón de la cadena se encuentra el agricultor, responsable del cultivo del olivo y de la recolección de la aceituna. A continuación, la aceituna es trasladada a la almazara, donde se realiza la transformación del fruto en aceite, el cual se comercializa hacia el siguiente eslabón de la cadena, envasadoras. Posteriormente, entra en juego la distribución mayorista y minorista, que se encarga de llevar el aceite a supermercados, tiendas especializadas o restaurantes.
Ahora bien, el reparto de la renta neta generada en esta cadena no es estático, sino que responde a las dinámicas del mercado, en particular a la relación entre oferta y demanda. Cuando la campaña es abundante y se produce una gran cosecha de aceituna, el mercado experimenta un exceso de oferta. Esta situación, aunque puede parecer positiva a simple vista, tiene consecuencias económicas importantes para el primer eslabón: el agricultor. Ante una alta disponibilidad de producto, los precios en origen tienden a caer, ya que la demanda no es capaz de absorber el volumen ofrecido. Como resultado, el agricultor percibe menos ingresos, lo que puede incluso situar sus márgenes por debajo de los costes de producción. En cambio, los eslabones posteriores de la cadena —almazaras, envasadoras y distribuidores— se ven beneficiados al poder adquirir la materia prima a precios más bajos, lo que incrementa su margen de beneficio.
Por el contrario, cuando se produce una mala cosecha y la oferta en origen se reduce de forma significativa, el equilibrio se invierte. La escasez de aceituna eleva los precios en origen, lo que se traduce en una mejora sustancial de la renta del agricultor. Aunque el volumen producido sea menor, los ingresos por unidad aumentan, compensando e incluso superando las pérdidas por menor producción. Sin embargo, los eslabones intermedios y finales de la cadena sufren una presión creciente sobre sus márgenes. Las almazaras molturan menos cantidad, las envasadoras enfrentan un encarecimiento de la materia prima, y la distribución ve limitado su beneficio debido a la dificultad de trasladar completamente estos incrementos de precio al consumidor. En muchos casos, se reduce el consumo y se ajustan volúmenes de compra, lo que repercute en la rentabilidad de todo el tramo final de la cadena.
En definitiva, la cadena de valor del aceite de oliva presenta una estructura sensible a los desequilibrios entre oferta y demanda. La renta neta que obtiene cada eslabón varía en función de estos movimientos, reflejando una asimetría marcada: cuando hay abundancia de producto, el agricultor es el principal perjudicado, mientras que, en épocas de escasez, es precisamente él quien obtiene una mayor retribución, a costa de una reducción de los márgenes en la transformación y la distribución. Esta dinámica explica muchas de las tensiones internas del sector y pone de relieve la necesidad de herramientas de gestión de riesgos y mecanismos de estabilización que ayuden a equilibrar el valor generado entre todos los actores implicados.
Una de las estrategias que están adoptando es la integración vertical. Esta puede producirse en dos sentidos. Por un lado, desde el origen hacia el consumidor: cooperativas o grupos de agricultores que deciden no solo producir, sino también transformar, envasar y comercializar directamente su aceite, bien a través de marcas propias o mediante canales cortos de comercialización. De este modo, logran capturar un mayor porcentaje del valor añadido, reduciendo su dependencia de intermediarios y mejorando su renta neta incluso en campañas de alta producción.
Por otro lado, también se observa el movimiento inverso: operadores de la distribución o de la industria envasadora que deciden integrarse hacia el origen, invirtiendo en olivares propios o estableciendo acuerdos de suministro a largo plazo con agricultores. Esta estrategia permite asegurar el abastecimiento en campañas escasas y controlar mejor los costes de aprovisionamiento, protegiendo sus márgenes en escenarios de alta volatilidad.
Ambos enfoques de integración vertical responden a una necesidad común: dar estabilidad a la renta en un sector estructuralmente cíclico. Al reducir la exposición a los vaivenes del mercado, los distintos eslabones pueden compartir riesgos y beneficios de forma más equitativa, construyendo modelos de negocio más resilientes y sostenibles en el tiempo.